Sonntag, 18. Oktober 2009
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A mis camaradas y compatriotas, a mis familiares y amigos, a mis conocidos y relacionados, a todos informo por este medio que, desde el 2 de julio, me he pasado al bando de los estúpidos, es decir, desde esa fecha y hasta el día de mi muerte, soy y seré uribista fanático; soy y seré convicto y confeso seguidor de la ultraderecha, del uribismo, del neofascismo, el narcoparamilitarismo y del terrorismo de estado.
Confieso que hasta ese memorable e histórico día, cuando el glorioso ejército de Colombia ejecutó la portentosa, imponderable, maravillosa e inolvidable proeza, bautizada por nuestro máximo héroe, Álvaro Uribe Vélez, como la Operación Jaque, que supera táctica y estratégicamente la batalla de Boyacá (razón por demás suficiente para dividir nuestra común historia en dos períodos fundamentales: antes del 2 de julio y después de la Operación Jaque), confieso que hasta entonces por Uribe yo sentía repugnancia, me daba asco cada vez que veía su imagen de enano siniestro narcoparamilitar, su pinta de perro faldero del imperialismo y del estado narcoterrorista estadunidense y su infame postura de saboteador de la unidad suramericana, pero –lo confieso sin ningún pudor-, gracias a Ingrid Betancourt, a Globovisión y a Venezolana de Televisión (“…gracias, medios de comunicación”), gracias a ella y a ellos, esa imagen repulsiva de Uribe se ha tornado de pronto en algo mágico, divino.
Gracias a Ingrid, porque ella nos permitió ver con claridad la verdad: Uribe es lo mejor que le ha podido suceder a Colombia, él ha sido el presidente que ha dispuesto Dios para gobernar en nombre de nuestra ilustrísima oligarquía bogotana. También nos abrió los ojos para comprender la hidalguía, honor, valentía y dignidad del glorioso ejército colombiano.
Gracias a Globovisión por su terco empeño de servir a los intereses colombianos y transmitirnos día a día los acontecimientos de Colombia, por nimios que ellos fueran,
Gracias a Venezolana de Televisión por su capacidad para difundir oportuna, veraz, objetiva y profusamente la ingridmanía. Gracias por ponernos en pantalla a Ingrid por la mañana, al mediodía, por la tarde y en la noche, en el desayuno, en el café, en la sopa y hasta en la merienda: Ingrid relatando cómo la rescata el bravo ejército colombiano, Ingrid comiéndose a besos a Melanie y a Lorenzo, Ingrid alabando a nuestro querido Varito, Ingrid despotricando contra Chávez y Correa, llamándolos metiches, entrometidos e impertinentes. Ingrid exaltando a Sarkozy. Ingrid reconociendo como sus auténticos amigos a los tres mercenarios norteamericanos. Ingrid con Álvaro en el palacio del narquiño. Ingrid con Juan Manuel Santos. Ingrid con Yolanda Apulecio casi gritándole: ¿Por qué no te callas? Ingrid llegando al palacio de los Elíseos. Ingrid siendo recibida como heroína, como nueva Juana de Arco en París. Ingrid pacá, Ingrid pallá. Ingrid. Ingrid…
Sueño con Ingrid. Tengo orgasmos con Ingrid. Ingrid, te amo y contigo quiero gritar en la lengua de las Flores del Mal de Baudelaire y de Una Temporada en el Infierno de Rimbaud, quiero gritar. “¡Uribe, Je t'aime!”
Uribe es nuestro gran hermano y amigo. Entre hermanos nos decimos cosas, a veces muy duras. Pero nos reconciliamos y olvidamos: borrón y cuenta nueva. No recordar la masacre del 1 de marzo, olvidar la invasión al territorio ecuatoriano, olvidar los 4 millones de desplazados colombianos, olvidar los más de 100 mil muertos, olvidar las matanzas de los paramilitares apoyadas por el glorioso ejército colombiano y por el emérito gobierno de Uribe. Olvidar los centenares de miles de colombianos refugiados en nuestro país que han huido de la política terrorista del Estado colombiano. Olvidar, olvidar. Olvidar…
Por último, como estúpido derechista, conservador, neofascista, narcoparaterrorista y uribista que ahora soy, propongo dos cosas: La Primera, respaldar sin ambages ni tapujos la formula acordada en Colombia, avalada por el gobierno de EEUU y apoyada por la Unión Ruletea (Perdón, Europea) y por el estado sionista: Uribe Presidente, Ingrid Vicepresidenta.
La segunda, cuando el día 11 de julio arribe a nuestro país el grande, el único, el formidable e inefable Álvaro Uribe Vélez, recibirle como huésped ilustre de la República Bolivariana de Venezuela, declarar esa fecha día de júbilo y feriado nacional, colocarle una corona de laureles con pepitas de oro y diamantes, concederle la Orden Libertador en su primera clase, transmitir en cadena nacional su discurso de orden que no debe durar menos de seis horas; rogarle, implorarle que nos envíe otros miles de paramilitares, que facilite aún más la salida de drogas desde Colombia hacia nuestro territorio, que acepte capacitar en la siembra y cosecha de cocaína a nuestros campesinos, que adiestre a los militares bolivarianos en el arte de masacrar a los pobres del país. En fin, pedirle que acepte ser el presidente de Venezuela, porque a él lo necesitamos aquí para que implemente su política de seguridad democrática y nos convierta no en territorio libre de analfabetismo sino en territorio plagado de bases militares norteamericanas.
Álvaro, Uribe, Hermano, ¡Te Amamos!
Traducido para Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala por Manuel Talens |
Lo que hace tan importantes los logros de Marulanda son sus habilidades organizativas, su agudeza estratégica y sus intransigentes posiciones programáticas, basadas en el apoyo a las exigencias populares. Más que cualquier otro líder guerrillero, Marulanda, tenía una compenetración sin par con los pobres de las zonas campesinas, los sin tierra, los cultivadores indigentes y los refugiados rurales durante tres generaciones.
Tras empezar en 1964 con dos docenas de campesinos que habían huido de pueblos devastados por una ofensiva militar dirigida por USA, Marulanda construyó metódicamente un ejército guerrillero revolucionario sin contribuciones económicas o materiales extranjeras. Más que cualquier otro líder guerrillero, Marulanda fue un gran maestro político rural. Las extraordinarias dotes organizativas de Marulanda se fueron refinando a través de su íntima vinculación con el campesinado. Como había crecido en una familia de campesinos pobres, vivió entre ellos cultivando y organizándolos: hablaba su mismo lenguaje, se ocupaba de sus necesidades diarias más básicas y de sus esperanzas de futuro. De manera conceptual, pero también a través de la experiencia cotidiana, Marulanda realizó una serie de operaciones políticas y militares estratégicas basadas en su brillante conocimiento del terreno geográfico y humano. Desde 1964 hasta su muerte, Marulanda derrotó o eludió al menos siete importantes ofensivas militares financiadas con más de siete mil millones de dólares de ayuda militar usamericana, que incluía miles de “boinas verdes”, cuerpos especiales, mercenarios, más de 250.000 militares colombianos y 35.000 paramilitares integrados en escuadrones de la muerte.
A diferencia de Cuba o Nicarangua, Marulanda construyó una base masiva organizada y entrenó una dirigencia en gran parte rural; declaró abiertamente su programa socialista y nunca recibió apoyo político o material de los denominados “capitalistas progresistas”. A diferencia de los corruptos y codiciosos gánsteres de Batista y Somoza, que saqueaban y se retiraban bajo presión, el ejército de Colombia era un formidable y altamente entrenado y disciplinado aparato represor, reforzado además por homicidas escuadrones de la muerte. A diferencia de otros muchos famosos guerrilleros “de afiche”, Marulanda fue un auténtico desconocido entre los elegantes editores izquierdistas de Londres, los nostálgicos sesentaiochistas parisinos y los socialistas eruditos de Nueva York. Marulanda pasó su tiempo exclusivamente en la “Colombia profunda”; prefería conversar y enseñar a los campesinos y enterarse de sus quejas a conceder entrevistas a periodistas occidentales ávidos de aventura. En lugar de escribir manifiestos grandilocuentes y adoptar poses fotogénicas prefería la pedagogía popular de los desheredados, estable y poco romántica pero sumamente eficaz. Marulanda viajó desde valles prácticamente inaccesibles a cordilleras, desde selvas a llanuras, siempre organizando, luchando... reclutando y entrenando a nuevos líderes. Evitó presentarse en los “foros de debate del mundo” o seguir la ruta de los turistas izquierdistas internacionales. Nunca visitó una capital extranjera y cuentan que jamás puso los pies en Bogotá, la capital de la nación. Pero tenía un amplio y profundo conocimiento de las exigencias de los afrocolombianos costeños; de los indiocolombianos de las montañas y la selva; de las ansias de tierra de millones de campesinos desplazados; de los nombres y direcciones de los terratenientes maltratadores que brutalizaban y violaban a los campesinos y a sus familiares.
Durante las décadas de los sesenta, los setenta y los ochenta, numerosos movimientos guerrilleros se levantaron en armas, lucharon con mayor o menor capacidad y, luego, desaparecieron asesinados, derrotados (algunos incluso se convirtieron en colaboradores) o se integraron en los partos y repartos electorales. Poco numerosos, luchaban en nombre de inexistentes “ejércitos populares”; la mayoría eran intelectuales, más familiarizados con los discursos europeos que con la microhistoria, la cultura popular y las leyendas de los pueblos a los que trataban de organizar. Fueron aislados, rodeados y arrasados; dejaron quizá una herencia bien publicitada de sacrificio ejemplar, pero no cambiaron nada sobre el terreno.
Por el contrario, Marulanda encajó los mejores golpes de los presidentes contrainsurgentes de Washington y Bogotá y se los devolvió al cien por cien. Por cada pueblo arrasado, Marulanda reclutó a docenas de campesinos luchadores, enfurecidos y desamparados, y los entrenó con suma paciencia para que fuesen cuadros y comandantes. Más que cualquier ejército guerrillero, las FARC llegaron a ser un ejército de todo el pueblo: un tercio de los comandantes eran mujeres, más del setenta por ciento eran campesinos, si bien se les asociaron intelectuales y profesionales, que fueron entrenados por cuadros del movimiento. Marulanda fue un hombre venerado por su estilo de vida excepcionalmente sencillo: compartió la lluvia torrencial bajo cubiertas de plástico. Millones de campesinos lo respetaban profundamente, pero nunca practicó el culto a la personalidad: era demasiado irreverente y modesto, prefería delegar las tareas importantes a una dirigencia colectiva, con mucha autonomía regional y flexibilidad táctica. Aceptó un amplio abanico de opiniones sobre tácticas, incluso si discrepaba profundamente de ellas. A principios de los ochenta, muchos cuadros y líderes decidieron probar la vía electoral, firmaron un “acuerdo de paz” con el presidente colombiano, crearon un partido –la Unión Patriótica– e hicieron elegir a numerosos alcaldes y diputados. Incluso obtuvieron cuantiosos votos en las elecciones presidenciales. Marulanda no se opuso públicamente al acuerdo, pero no abandonó las armas ni “bajó desde las montañas a la ciudad”. Mucho más lúcido que los profesionales y los sindicalistas que se postulaban en las elecciones, Marulanda comprendía al carácter extremadamente autoritario y brutal de la oligarquía y sus políticos. Sabía que los gobernantes de Colombia no aceptarían nunca una reforma agraria justa sólo porque unos “pocos campesinos analfabetos los derrotasen en las urnas”. En 1987, más de 5.000 miembros de la Unión Patriótica habían sido asesinados por los escuadrones de la muerte de la oligarquía, entre ellos tres candidatos a la presidencia, una docena de congresistas y mujeres y alcaldes y concejales. Los supervivientes huyeron a la selva y se reincorporaron a la lucha armada o huyeron al exilio.
Marulanda era un maestro a la hora de romper los cercos y evitar las campañas de aniquilación, sobre todo las que diseñaron los mejores y más brillantes estrategas del centro de contrainsurgencia de los Cuerpos Especiales del US Fort Bragg y de la Escuela de las Américas. Al finales de los noventa, las FARC habían ampliado su control a más de la mitad del país y bloqueaban autopistas y atacaban bases militares situadas a sólo 65 kilómetros de la capital. Muy debilitado, el entonces presidente Pastrana terminó por aceptar negociaciones serias de paz, en las que las FARC exigieron una zona desmilitarizada y un programa que incluía cambios estructurales básicos en el Estado, la economía y la sociedad.
A diferencia de las guerrillas centroamericanas, que cambiaron las armas por cargos electorales, antes de deponer las suyas Marulanda insistió en la redistribución de la tierra, en el desmantelamiento de los escuadrones de la muerte y en la destitución de los generales colombianos implicados en las masacres, en una economía mixta basada en buena medida en la nacionalización de los sectores económicos estratégicos y en la financiación a gran escala de los campesinos para el desarrollo de cosechas alternativas a la coca.
En Washington, el presidente Clinton asistía histérico a aquel espectáculo y se opuso a las negociaciones de paz, en especial al programa de reformas, así como a los debates públicos abiertos y a los foros de debate organizados por las FARC en la zona desmilitarizada, a los que asistía numerosa la sociedad civil colombiana. La aceptación por parte de Marulanda del debate democrático, la desmilitarización y los cambios estructurales desenmascara la mentira de los socialdemócratas occidentales y latinoamericanos y de los académicos de centro-izquierda, que lo acusaron de “militarista”. Washington trató de repetir el proceso de paz centroamericano engatusando a los jefes de FARC con la promesa de cargos electorales y privilegios a cambio de que vendiesen a los campesinos y a los colombianos pobres. Al mismo tiempo Clinton, con el apoyo de los dos partidos del Congreso, hizo aprobar un proyecto de ley de apropiación de dos mil millones de dólares para financiar el mayor y más sangriento programa de contrainsurgencia desde la guerra de Indochina, denominado “Plan Colombia”. El presidente Pastrana dio por terminado de forma abrupta el proceso de paz y envió soldados a la zona desmilitarizada para que capturasen a la cúpula de las FARC, pero cuando éstos llegaron, Marulanda y sus compañeros ya se habían ido de allí.
Desde el 2002 hasta ahora, las FARC han alternado los ataques ofensivos y las retiradas defensivas, en especial desde finales de 2006. Con una financiación sin precedentes y un apoyo tecnológico ultramoderno de USA, el nuevo presidente Álvaro Uribe –socio de narcotraficantes y organizador de escuadrones de la muerte– adoptó una política de tierra quemada para ensañarse con el campo colombiano. Entre su elección en 2002 y su reelección en 2006, más de 15.000 campesinos, sindicalistas, trabajadores de derechos humanos, periodistas y otros críticos fueron asesinados. Regiones enteras del campo fueron vaciadas: de la misma manera que en la Operación Phoenix usamericana en Vietnam, la tierra de cultivo fue contaminada por herbicidas tóxicos. Más de 250.000 soldados y sus compinches paramilitares de los escuadrones de la muerte diezmaron amplias zonas del campo colombiano controladas por las FARC. Helicópteros proporcionados por Washington bombardearon la selva en misiones de búsqueda y destrucción (que no tenían nada que ver con la producción de coca o con el envío de cocaína a USA). Al destruir toda la oposición popular y las organizaciones campesinas y al desplazar a millones de colombianos, Uribe logró empujar a las FARC hacia regiones más remotas. Al igual que había hecho en el pasado, Marulanda asumió una estrategia de retirada táctica defensiva, abandonando territorio para proteger la capacidad de lucha de los guerrilleros en el futuro.
A diferencia de otros movimientos guerrilleros, las FARC no recibieron ningún apoyo material del exterior: Fidel Castro repudió públicamente la lucha armada y buscó lazos diplomáticos y comerciales con gobiernos de centro-izquierda e incluso mejores relaciones con el brutal Uribe. Después de 2001, la Casa Blanca de Bush etiquetó a las FARC de “organización terrorista”, presionando a Ecuador y Venezuela para que restringiesen los movimientos fronterizos de las FARC en busca de abastecimientos. El “centro-derecha” de Colombia se dividió entre los que prestaban un “apoyo crítico” a la guerra total de Uribe contra las FARC y los que protestaban infructuosamente contra la represión.
Es difícil imaginar que un movimiento guerrillero pueda sobrevivir frente a una financiación tan masiva de la contrainsurgencia, un cuarto de millón de soldados armados por el imperio, millones de desplazados de sus tierras y un presidente psicópata vinculado directamente con una cadena de 35.000 miembros de escuadrones de la muerte. Sin embargo, sereno y resuelto, Marulanda dirigió la retirada táctica; la idea de negociar una capitulación nunca se le pasó por la mente, ni a él ni a la cúpula de las FARC.
Las FARC no tienen frontera contigua con un país que lo apoye, como Vietnam la tenía con China; tampoco goza, como Vietnam, del suministro de armas de la URSS ni del apoyo masivo internacional de los grupos occidentales de solidaridad, como los sadinistas. Vivimos en una época en la que apoyar a los movimientos campesinos de liberación nacional no está “de moda”; en la que reconocer que el genio de líderes campesinos revolucionarios que construyen y mantienen la auténtica masa de los ejércitos populares es tabú en los pretenciosos, locuaces e impotentes Foros Sociales Mundiales, cuyo “mundo” excluye regularmente a los campesinos militantes y para los que “social” significa el constante intercambio de mensajes electrónicos entre fundaciones financiadas por ONG.
Es en este ambiente tan poco prometedor frente a las pírricas victorias de los presidentes de USA y Colombia donde podemos apreciar el genio político y la integridad personal de Manuel Marulanda, el más grande campesino revolucionario de América Latina. Su muerte no generará afiches o camisetas para estudiantes universitarios de clase media, pero vivirá eternamente en los corazones y las mentes de millones de campesinos de Colombia. Se le recordará siempre como “Tirofijo”, un ser de leyenda al que mataron una docena de veces y, a pesar de ello, regresó a los pueblos para compartir con los campesinos sus vidas sencillas. Tirofijo fue el único líder que era realmente “uno de ellos”, que durante medio siglo se enfrentó al aparato militar y mercenario yanqui y nunca fue capturado o derrotado.
Los desafió a todos en sus mansiones, sus palacios presidenciales, sus bases militares, sus cámaras de tortura y sus burguesas salas de redacción. Murió de muerte natural, después de sesenta años de lucha, en los brazos de sus queridos compañeros campesinos.
¡Tirofijo, presente!