Montag, 14. Juli 2008

Más Piedad

ESCENARIOS

Más Piedad

Por Santiago O’Donnell

Tenían el mundo a sus pies. Las FARC tenían al presidente francés Nicolas Sarkozy, un poderoso hombre de la derecha, jugado sin medias tintas en favor de los acuerdos alcanzados con otro hombre poderoso pero de izquierda, el presidente venezolano Hugo Chávez.

Tenían a Lula, tenían a Correa, tenían a toda América latina, desde los Kirchner hasta Calderón; tenían a los suizos y a la España de Zapatero, a la OEA de Insulza y a la Unión Europea de Solana. Tenían de vuelta a alias Rodrigo Granda, el llamado canciller de las FARC, liberado por Uribe tras una gestión personal de Sarkozy.

Tenían a Tom Shannon, subsecretario para las Américas de la Casa Blanca, que se la había jugado al pedir y obtener el aplazamiento de las sentencias de los guerrilleros alias “Sonia” y alias “Trinidad”, que estaban siendo juzgados por narcotraficantes en Estados Unidos. Tenían el OK de Bush.

Tenían a todos alineados detrás de la idea de una paz negociada con todas las garantías internacionales, con el retiro de su nombre de las listas de la Unión Europea, con la liberación de un rehén norteamericano en la primera tanda y otro en la segunda, con el control de un territorio, adentro o afuera de Colombia, a cambio de la liberación gradual de los secuestrados.

Tenían en contra a Uribe, los generales y buena parte de la opinión pública colombiana, y a gente como José Miguel Vivanco, de Human Rights Watch, que los denunciaba por aberrantes violaciones a los derechos humanos, del mismo modo que criticaba el proceder del ejército colombiano y de los paramilitares.

Así y todo el acuerdo estaba cerrado. Alias “Granda” y alias “Márquez” lo habían rubricado con Chávez y los familiares de los rehenes en Caracas en vísperas de Operación Emmanuel, en agosto del año pasado. Uribe, Santos y Restrepo habían sido derrotados. Sólo faltaban las coordenadas.

Pero las FARC volvieron a faltar a su palabra y se autodestruyeron. Claro, no era la primera vez rompían un trato. Podría decirse que la historia de las FARC es una tragedia escrita en tres actos.

Primer acto: Después de veinte años de lucha las FARC aceptan deponer las armas en 1985 e integrarse al sistema político colombiano. Forman un partido, la Unión Patriótica, y presentan candidatos. Se desata una feroz represión. Dos candidatos presidenciales, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y miles de sus militantes fueron asesinados por grupos paramilitares, elementos de las fuerzas de seguridad del Estado colombiano y narcotraficantes. Para dar una idea de lo que fue la matanza, en 1993 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, encargada de presentar casos ante la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, acepta el caso de la Unión Patriótica. Al hacerlo acepta, por primera vez, un caso en el que la defensa presenta una acusación de genocidio. “Los hechos alegados por los peticionarios exponen una situación que comparte muchas características con el fenómeno del genocidio y se podría entender que sí lo constituyen, interpretando este término de conformidad con su uso corriente. Sin embargo... en el análisis de los méritos del caso, la Comisión no incluirá la alegación de genocidio”, concluyeron los integrantes de ese cuerpo.

Segundo acto: Diez años después las FARC aceptan deponer las armas nuevamente, esta vez a cambio de un “despeje” de dos grandes municipios muy cerca de Cali, en la ruta del narcotráfico, su nueva fuente de financiación. El presidente Andrés Pastrana negocia cara a cara con el líder guerrillero alias “Tirofijo Marulanda” en la localidad de El Caguán. Pero en esta oportunidad son las FARC las que engañan al gobierno y todo termina con dos años de despeje a cambio de nada y un montón de diputados secuestrados.

Tercer acto: Diez años después, las FARC aceptan deponer las armas nuevamente, al final de un largo proceso que empieza con un “canje humanitario”. Esta vez la expectativa se multiplica, porque el mundo entero se ofrece para garantizar el proceso y endulzar la recompensa. Alias “Granda” y alias “Reyes” son las caras de la renovación de las FARC. Aportan una mirada cosmopolita a los guerrilleros que llevan décadas escondidos en la selva, ejerciendo un control flotante de aldeas y territorios. Con el mundo a sus pies, otra vez las FARC traicionan.

“Marulanda, llama con las coordenadas”, implora Chávez por televisión, mientras Kirchner y Marco Aurelio esperan en la selva. “Marulanda, llama aunque sea para tomar un café.”

Ahora Chávez está callado, Sarkozy está enojado, Lula está ofendido, Correa está dolido, Shannon está con los halcones, Cristina está ocupada, la Unión Europea se dedica a expulsar inmigrantes, la OEA no sabe qué hacer con la computadora de Reyes, Reyes está muerto y nadie sabe dónde está el canciller.

Podría decirse que era de cajón, que después de cuarenta años en la selva las FARC no se regirían por los códigos de la comunidad internacional, sino por la lógica de la selva, esa que ha llevado a la guerrilla a considerar necesarias conductas mucho más crueles que desairar a jefes de Estado. Pero hicieron el intento igual. Por Ingrid Betancourt, por su historia, por la vida de los rehenes. Y ahora Ingrid le dice a la BBC que tiene diferencias con Uribe. Que ella cree que la respuesta al problema de las FARC debería ser social, no militar. ¿Otra ilusa?

Si fueron tontos o ingenuos o ambiciosos por demás, si Uribe tenía razón en no querer negociar, si las FARC sólo entienden el idioma de las balas, entonces el futuro no es muy promisorio, porque la guerrilla sigue contando con 12.000 hombres bien armados y la situación de los campesinos que la cobijan no ha cambiado mucho. En medio siglo cayeron muros y dinastías, pero en la selva todo sigue igual, salvo que ahora se siembra coca donde antes se plantaba café.

“Las FARC aportan al orden social de las zonas de frontera cocalera la organización del mercado, el respeto a reglas básicas de convivencia social jerarquizada y el `poder que nace del fusil’. Es un orden siempre frágil, negociable, tan inestable y precario como el que allí logra construir el Estado nacional. Las políticas de erradicación, financiadas por el Plan Colombia, y en particular las de dispersión aérea de glifosato, dispararon el número de localidades productoras y con ellas el de los frentes de las FARC”, escribió esta semana Marco Palacios, historiador colombiano, ex rector de la Universidad Nacional de Colombia, actual catedrático de El Colegio de México.

En estos días que corren no son muchos los interlocutores dispuestos a seguir buscando una paz negociada con la guerrilla. La alianza humanitaria se dispersó y los pases de facturas, algunos originados en historias personales, están a la orden del día. Mientras todo esto pasa los halcones se relamen y Uribe lanza una nueva ofensiva militar, sin piedad con las víctimas civiles y políticas del fuego cruzado, que ya lleva cuatro décadas y miles de muertos.

sodonnell@pagina12.com.ar

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Carlos Fazio

La mafiocracia

colombiana

Uno. Colombia, hoy, es un para-Estado de tipo delincuencial y mafioso. Álvaro Uribe es el primer presidente de los narcotraficantes y los paramilitares. La simbiosis entre paramilitarismo, narcotráfico y una ideología neofascista para combatir a las guerrillas de las FARC y el ELN y a otras expresiones del pueblo organizado se apoderó de las ramas del poder público y las instituciones. Durante sus dos mandatos, Uribe ha legalizado e institucionalizado el paramilitarismo y sus estructuras económicas y armadas, que han sido incorporadas a la maquinaria de guerra oficial. Además de favorecer los negocios criminales y brindar protección estatal a las mafias de la narcoparapolítica, Uribe practica el terrorismo de Estado y la lucha contrainsurgente en beneficio de una oligarquía genocida y clasista y grandes compañías multinacionales.

El Plan Colombia de Estados Unidos y la política de “seguridad democrática” de Uribe son un mismo plan de guerra. A la oligarquía, Uribe y la familia Santos (a la que pertenecen el vicepresidente y el ministro de Defensa) no les interesa acabar con el conflicto armado porque se benefician con el actual modelo de dominación y acumulación capitalista. A George W. Bush tampoco, porque su administración y la anterior militarizaron Colombia y la convirtieron en un portaviones terrestre del Pentágono para la desestabilización y recolonización de Sudamérica. El principal paradigma del régimen militarista de Uribe es el jefe del Ejército, general Mario Montoya, héroe de la Operación Jaque, al que abrazó y besó Ingrid Betancourt tras su liberación.

Connotado carnicero, hombre de Washington, Montoya fue creador de una unidad terrorista clandestina (la Alianza Anticomunista Americana) y como jefe castrense ha participado en matanzas de civiles en los departamentos de Putumayo y Chocó, y en la ciudad de Medellín. Más de 15 mil desaparecidos, 3 mil 500 fosas comunes, 4 millones de desplazados de guerra y el asesinato de mil 700 indígenas, 2 mil 550 sindicalistas y más de 5 mil miembros de la Unión Patriótica develan la “democracia” colombiana.

Dos. Aunque queda mucho por aclarar después de la ópera bufa protagonizada por las autoridades colombianas, la participación directa de militares y agentes de inteligencia de Estados Unidos e Israel, y probablemente de Francia, en la operación clandestina que “rescató” a 15 prisioneros de guerra de las FARC –entre ellos Ingrid Betancourt y tres agentes encubiertos de Washington–, puso en evidencia que en Colombia se está jugando algo más que un conflicto interno. Lo novedoso es que por primera vez, de manera pública y notoria, la administración de Bush admitió que está metida directamente en el conflicto.

El Pentágono y su peón Uribe libran en Colombia una guerra sicológica. Nada en la llamada Operación Jaque estuvo librado a la improvisación. El manejo de la información-desinformación por sus planificadores siguió pautas y tiempos predeterminados en el contexto de una propaganda de guerra. Como dice Luis Britto, hoy, incluso las guerras de liberación “no se pelean ya en los campos de batalla, sino en las pantallas”. También es cierto que ningún conflicto, incluido el colombiano, se resolverá con decretos mediáticos y puestas en escena hollywoodescas.

El embajador de Estados Unidos en Colombia, William Brownfield, declaró que el resultado de la operación fue producto de una “intensa cooperación militar” entre el Pentágono y el alto mando militar colombiano, equiparando incluso esa alianza con la que Washington mantiene con los militares europeos de la OTAN. “Los satélites espías (estadunidenses) ayudaron a ubicar a los rehenes (los militares colombianos), instalaron equipos de vigilancia de video proporcionados por Estados Unidos, que pueden hacer acercamientos y tomas panorámicas operadas a control remoto a lo largo de ríos, única ruta de transporte a través de densas zonas selváticas (…) aviones de reconocimiento (de Estados Unidos) interceptaron conversaciones por radio y teléfono satelital de los rebeldes y emplearon imágenes que pueden penetrar el follaje de la selva”, admitieron fuentes gubernamentales en Washington. Es obvio que Brownfield no sufrió un ataque de espontaneidad. Tampoco el portavoz del Consejo de Seguridad estadunidense Gordon Johndroe, ni el jefe del Comando Sur, almirante James Stavridis, quienes reconocieron que el gobierno de Bush proporcionó “ayuda específica” para la operación.

La participación del Mossad y del Shin Beht (los servicios secretos israelíes) también cobró mayor visibilidad. En particular, la confirmación de la presencia en Colombia del general retirado Israel Ziv, ex miembro del Estado Mayor del ejército israelí y ex jefe de la Brigada Givati que invadió el campo de refugiados de Al Amal, en Gaza, y que figura hoy en la nómina de la fuerza de tarea contra el terrorismo, adscrita al Consejo de Seguridad bajo las órdenes del secretario Michael Chertoff, en Washington. Otras dos cartas “quemadas” son Gal Hirsh, ex alto oficial en la zona norte de Israel durante la última guerra en Líbano, y Yossi Kuperwasser, ex director del servicio de investigación de la inteligencia militar israelí.

Tres. El 26 de junio, la Corte Suprema de Justicia sentenció que la relección de Uribe fue resultado del delito de cohecho, por lo que su actual periodo de gobierno carece de legitimación constitucional. Ahora, la mafiocracia colombiana podría derivar en una dictadura civil plebiscitaria sostenida por el poder de las armas. A su vez, es prematuro entonar un réquiem por las FARC, a pesar de los golpes recibidos. Cuando los polvos se asienten, las FARC seguirán siendo un referente de la realidad colombiana. En cambio, Uribe, quien carga con un amplio dossier por sus nexos con el narcoparamilitarismo, es desechable para Washington. Igual que Somoza y tantos otros antes en la historia.